Venir para fin de año a Posadas es vivir dentro de la tormenta.
Literalmente.
Dentro de la casa de Mamá, parece que llueve más que afuera.
El ruido es ensordecedor.
No se distingue el horizonte en el río y fantaseo con que en cualquier momento, chocamos con Paraguay.
Uno viene acá a subirse al bote de la familia.
Éste esta lleno de selva, agua, viento, colibríes, lagartijas y mosquitos.
Además, de toda la tropa de locos que es mi familia.
Llegar para estas fechas, que nos movilizan a todos, es recordar por qué me fui.
Pero también por qué quiero volver.
La familia es esa trompada que te despierta.
Sé que me leerán y quizá malinterpreten mis palabras.
Pero, si estamos un poco atentos, solo un poco, sabemos que la familia es el mejor espejo donde mirarnos.
Y así darnos cuenta quiénes somos, pero sobre todo, qué nos dijeron que somos, y en realidad no somos.
Hay demasiados frentes abiertos. mamá, papá, hermanos, sobrina, yo misma. Y cuando creo que no aguanto más, me toman de la mano, me hacen un mimo, me llevan a pasear o bailan conmigo.
Todos medio locos o medio cuerdos. Aceptándonos en la violencia, el dolor, la alegría, el ridículo, el juego, los mimos, la distancia, las diferencias.
A mi me salva mi familia. Con sus diferentes y raros modos de amar.
Seguramente esta familia es uno de mis grandes pesares. Porque voy por el mundo intentando reproducir esta idea de tribu: "Todos juntitos, todos amontonaditos"